viernes, 20 de diciembre de 2013

Rastros de invierno

Yo tenía un texto titulado Huída, unas palabras, unas cuantas frases conexas en un batiburrillo mental de ideas digno de cualquier mercadillo de barrio, de esos que se instalan los miércoles, o los domingos, cuanto entre el fervor de pensionistas asfixiados o niños malcriados, el aire se llena de manoseos turbios, ropa al por menor, perfumes de olor a vieja naftalina en el armario. Y dentro de esa huída había trenes y casas duplicadas, y muchas comas, intercaladas con puntos suspensivos que intentan restarse siempre unos a otros buscando un punto y final que nunca llega. Había un escape, un día cualquiera de un año cualquiera de la vida de cualquiera de vosotros, de la mía, de la tuya, fundamentalmente de la suya. Había limosnas, fronteras, límites y fósiles tratando de tatuar la piel de las manos que teclean, dedo corazón con rápido frenesí, índice envidioso, pulgar amable, afable, colaborador de un anular pocas veces perceptible, meñique tremendamente perezoso. Siguiendo el pasado continuo que marca el verbo haber, tener, el mismo en muchos casos, llegué al momento del ahora, a éste en el que yo os escribo, y repetí había, tenía, había, ¿tengo? Y resultó que no existía tal huída. Perdón, vuelvo a empezar. Resulta que no existe tal huída. ¿Por qué maquillar entonces la sencillez? 

viernes, 13 de diciembre de 2013

Lluvia(s)

Pulsar el botón de pausa de esta vida tuya, como si de una cinta vieja de casete en una destartalada radio de los olvidados noventa se tratara. Y retroceder un poco, sólo un poquito, rebobinar hasta el exacto instante del ayer en el que la lluvia no te dejaba ver apenas por la ventanilla trasera del coche, mientras soñabas con paisajes en los que la bruma era un término desconocido. Volver allí, a ese momento preciso, bajar la ventanilla, sentir el agua sobre la cara, como un bofetón insolente, maleducado, soberbio, delicioso. Dejar que las gotas chisporroteen sobre tus mejillas, que empapen levemente el sillón de un coche que pareciera rodar a solas por una autovía desierta y calma. Canturrear mientras entra la lluvia, entrar y salir del trance una y mil veces, todas las que tu cuerpo consiga determinar como necesarias. Cerrar la ventana. Calor, humedad, frío. Pulsar de nuevo un botón, darle al play. ¿Ves? suena hoy una música lejana, The Smiths… y fuera llueve, y dentro estamos sólo tú y yo, y llueve, y el invierno es frío, y hay hielo, y resbalan, y llueve, y es afuera. ¿Ves? 

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Terapia

Sólo es un torbellino de sensaciones, imágenes que parecen claras de forma abstracta, y que sin embargo se tornan absolutamente ininteligibles cuando trato de pronunciarlas, dijo Sam ante la insistente y muda mirada de su terapeuta. Esperó un par de segundos con la esperanza de obtener alguna respuesta por su parte, pero ante la falta de objeción o pregunta alguna, continuó con su discurso. No sé, quizás usted no entienda a qué me refiero… y tampoco me extrañaría, la verdad, nadie lo hace a pesar de que intento comunicarme, tal y como usted mismo me ha ido indicando en todo este tiempo. Bueno, en realidad creo que sí tiene una ligera idea de lo que hablo, pero tampoco es del todo consciente de mi problema, ¿verdad? El hombre de rostro lampiño y cejas caídas que observaba cada sílaba que salía de la boca de Sam, sonrío leve y contenidamente, como queriendo hacer honor a una respetabilidad austera y vetusta que se había ganado con el paso de los años. El problema es que no hay ningún problema, dijo con la voz firme y melódica que lo caracterizada, mientras Sam movía y cruzada sus piernas sobre la butaca de piel azul. ¿Cómo que no?, alegó ella, es mi problema lo que me trae aquí cada semana, ¿lo recuerda? Son mis ganas de decir lo que veo sin llegar jamás a encontrar la palabra exacta, esta maldita incertidumbre que genera unas ganas irrefrenables de abrir la ventana y saltar, sin importarme qué piense nadie, replicó exaltada. Vive en un bajo, Señorita Aniston, le respondió su contertulio de manera burlona y paternal, ¿Y qué? Podría subir ahora mismo a la azotea del estúpido edificio donde tiene su estúpida consulta y saltar, al vacío, desde los ocho pisos que me separarían de él.

De acuerdo, prosiguió él, hágalo, salga, tome el ascensor, pulse el botón, llegue a la azotea ¡le puedo dar hasta las llaves! y salte. Hágalo, y ¿después, qué? Sam detuvo el movimiento incesante de sus piernas y reposó la cabeza ladeándola sobre el respaldo del sillón. Después nada, dijo dejando caer los párpados de sus ojos de manera lenta y controlada, nada de nada en la más absoluta de las nadas. Él la observó de nuevo buscando una mirada que resultaba siempre escurridiza y continuó hablando. Esa es la cuestión, Sam, deja que ahora te llame Sam, que una vez resuelto el problema inexistente que tienes, lo demás será nada, ausencia de palabras impronunciables, de terapias, de charlas que no te dejan nunca satisfecha; una vez colmadas esas ganas de saltar, se acabó. Adiós a la esperanza de encontrar letras para describir tu torbellino, a tus ansias metódicas de experimentar que los demás te entiendan, adiós a ti misma y a este todo que conformas y del que eres incapaz de deshacerte. 

Ella se mordió el labio inferior, esbozando una suerte de esquiva mueca irónica, y rió. ¿Y si quiero renunciar al todo a cambio de la nada? Susurró. ¿Quieres? preguntó el Señor Pattinson. Quiero la nada dentro de mi todo, sentir la caída hacia el vació sin el dolor de estrellarme. El todo, el punto de visión del universo, la nada contenida en el ser que no deja nunca de intentar no ser, quiero que pare el dolor de cabeza pero que su calma no me consuma. Quiero el todo en la nada, y la nada en el todo. Ya lo sabe… Se generó entonces un silencio conocido, un eco entre las paredes de aquella sala cubierta por papel de tonos aguados, madera de nogal y sillones de piel, un resplandor cotidiano bajo la luz tenue de finales de diciembre, condensando un frío aterrador que mordía desde el exterior. Los lugares comunes que, sin serlo en el sentido estricto, conforman la inevitable existencia. ¿Nos vemos el próximo miércoles? dijo ella antes de reposar su magullada mano sobre el pomo de la puerta. Por supuesto, Señorita Aniston. Descanse. 




miércoles, 13 de noviembre de 2013

Ansiedades

Falta el aire. Ridículamente. Espasmos incontrolables azotan cuerpos indefensos. Tiemblas. Tiemblo sin querer. La adrenalina recorre tu organismo como si fueses un simple tubo de plástico, el conducto que guía fluidos impulsados por bombas baratas. Corazón inerte. Manas. Manas necedad que alimenta hiedra, temor... Y trepa, trepa ansiedad, verde, salvaje ¿Cuándo fue la última vez que te abrazó? PUTA. La vuelves a ver, tumbada, rodeada, muerta en vida. Y escuchas, augurios que la riegan, hiedra, y te falta. No respiras. Hiedra, temor, aire, sudor, su cara, sus pies arrastrando susurros, siseos lacerantes tatuando tus oídos de por vida. Sorda. Ya no escuchas. Ciega. Ya no ves más que sus ojos apagados, la expresión de su rostro cuando ya no expresa nada. Todo y nada. Todo en un instante inoportuno. Nada en tu ahora, delante ¿Qué ha pasado? ¿Qué he hecho? Su cara congela la emisión de las imágenes formadas ante ti. Por eso no lo ves venir, por eso no lo viste. Por eso estás aquí, por eso aquí estoy, sin sentidos, escuchando el murmullo de sus pasos, recordando las uñas de sus pies, para no escuchar los tuyos. No te vayas ¿Estás aquí? ¿Lo estuviste? ¿Conmigo? Te quiero.

Lucidez

Mia Wasikowska, Jane Eyre 2011
Sentarte en el sillón y mirar por la ventana, simplemente mirar, sin llegar a ver del todo lo que hay al otro lado del cristal. No hay necesidad de pretensiones, ni de profundidades abismales en las que dejar nadar al abismo de tu inconsciente, se trata sólo de poder mirar sin llorar, sin llegar a sentir que la vida te está marcando, a cada paso, a cada día, en cada cicatriz. Quizás se note, así, en ese estado de quietud inminente, un poco de frío, propio de este otoño que no termina de desesperezarse, y quizás entonces se tome la manta de rayas amarillas y naranjas que dormita sobre una de las orejas de sillón para pasar a taparse con ella los muslos, las piernas, el estómago, los pies, las ganas de echar a correr. Y mirar por la ventana, recordar aquel fragmento olvidado de Jane Eyre que decía: “hasta entonces me había limitado a ser un espectador de la vida de Lowood, pero ahora me había convertido en actriz de la trama”, sintiendo que un poco tú también decidiste, llegado el momento, pasar a la acción, aunque ello supusiera quedarse atrás, de una manera absolutamente consciente y voluntaria, por querer pasar, dejarlo estar, seguir, únicamente sobrevivir, por querer. Comienza a llover, los chopos ondean al viento, calvos, marrones y sanguinarios, como lanzas capaces de astillar el cielo y romperlo en mil pedazos, sin provocarte ningún tipo de recelo, miedo. Tal vez un poco de angustia. La cuestión es, únicamente, saber decidir cómo tomar las riendas, se trata sólo de sentarse en el sillón, y mirar por la ventana. 



jueves, 7 de noviembre de 2013

La Marcha

Apretó la maneta del acelerador como un granjero ansioso ordeña reses congestionadas por su propia leche. Con firmeza suave. Con técnica depurada, desoyendo la pasión que la impulsaba a completar el giro de muñeca, haciendo terapia ¿Y si la ceguera la había conducido a ese estado? Cuanto menos caso prestaba a las señales, más virulento e imprevisible tornaba, la invisible curva de las dudas, su descenso a las profundidades del principio de los cambios. Sin embargo, no. No creía en la estupidez humana cuando ese humano era ella. No. No creía que la ceguera pudiera conducirla por caminos que no quisiera recorrer, por los que no pudiese frenar la marcha o simplemente detenerla. Por eso, la motocicleta se deslizaba lentamente. Por eso, la muñeca rotaba andante ignorando La Marcha Húngara que automáticamente se reproducía en su interior a la mínima inseguridad. La quería y quererla la había llevado a aquella situación. De pronto, pensó en su madre. Seguramente ella tuviese la culpa. La había condenado al castigo eterno de los amores raros. Nunca sería la mejor amiga, la compañera de trabajo más estimada, siquiera sería alguien. No sería la mujer por la que nadie, en su sano juicio, perdería los papeles, siquiera los firmara. No contaría. No contaría en la misma medida, ni con la misma intensidad, con la que ella los plasmaba a todos ellos en su partitura vital. Su presencia era un losa de cuatro tiempos, redonda, muda, silencio, y  los silencios siempre fueron preludio de ella, de La Marcha. Siempre la misma marcha. Húngara. Eso la encendía. Otra vez la dichosa melodía. Una nota y otra y otra y otra y otra, hasta llegar al culmen del éxtasis sinfónico ¡Para! ¡Que alguien la pare…! pero La Marcha no se detenía nunca, y  ella, volvía a la moto. Otra vez a controlar la fuerza, nuevamente a bajar el tempo, de nuevo a pensar en ella. Ella, pensando en ella. Redonda. Silenciosa. Sin Marcha.


#Marcha Húngara-Brahms#

La primera persona del plural

El problema lo tiene la primera persona del plural, me dijo mientras tomaba un pedazo de croissant entre sus dedos índice y pulgar justo antes de llevárselo a la boca. Los cafés que compartíamos solían dar lugar a conversaciones un tanto monopolizadas por ella, que no tenía reparo alguno en destripar lo más manido de su vida, una y otra vez, como queriendo siempre buscar una ayuda para salir de la encrucijada en la que parecía que se convertían sus días de alcohol y euforia pocas veces contenida. Yo, por mi parte, disfrutaba con el deleite de la escucha, al tiempo que gozaba de uno de los mejores cafés de la ciudad. Ella invitaba, y no escatimaba en sus elecciones. Siempre un café con leche y un croissant en el Gran Hotel, a las diez de la mañana de algunos jueves de algunas semanas de todos los meses, dándome tiempo a mi a resolver mis asuntos matutinos y a ella a desperezarse tras una noche que, de costumbre, se suponía tumultuosa. Vivía sola en un gran apartamento, a pocos minutos de nuestro lugar de encuentro, que había heredado de su única tía paterna, junto a una pequeña, católica y rancia fortuna que le permitía dar rienda suelta al estilo de vida que siempre quiso llevar, y materializó, tras desechar un futuro tranquilo junto a su primer marido. Habían pasado de aquello unos diez años, tiempo que coincidía también con la edad de nuestra amistad. En aquella época pasada, yo no era más que una joven inexperta recién licenciada en Derecho y ella, la prima lejana del que después sería mi marido durante los escasos siete meses que tuve la paciencia de soportarle. Quizás fuera por mi carácter etéreo, por el suyo disociado, por mis ganas de empezar a trabajar, o por las suyas de salir del atolladero matrimonial en el que se encontraba, no estoy segura qué fue lo que nos unió más allá del lazo familiar ficticio, pero lo cierto es que a partir del momento en que yo me comprometí a ayudarla legalmente y ella tomó como propia la tarea de hacer que yo entendiera que la vida era esto, nos hicimos amigas. Sí, esto, me repetía aún pasado el tiempo, esto que ves, este frío del invierno, el calor infernal de agosto, el café con leche, la televisión, el divorcio, los celos, la sangre... esto es la vida. Yo asentía, tendiendo a afianzar mi capacidad de análisis silencioso, y ella continuaba con su discurso. No hay mundos externos, ni entes separados de las cosas, ni preguntas tan importantes que no se puedan resolver con una copa de cognac. A mi todo aquello, desde el principio, me resultaba demasiado indiferente, aséptico, falto de corazón, y tras haber terminado la carrera con una nota media que rozaba el sobresaliente, sin haber sin embargo resuelto el problema más interno de mi existencia, no me creía capaz de entrar en aquella consideración tan simple del mundo. Muchos hombres, y alguna mujer después, ella supo vivir al margen del transcurrir de los días en su cara, en su salud, en su dinero, y yo supe trabajar y labrarme una carrera decente y reputada, al menos a nivel local, al margen del transcurrir de mi vida, mis anhelos, mis miedos. 

El problema lo tiene la primera personal del plural, volvío a repetir, tal vez ante la falta de reacción por mi parte, que continuaba imbuida en el movimiento circular de la cucharilla de café en mi taza. ¿A qué te refieres?, pregunté, a la insistencia de pensar en un nosotros que jamás ha debido de existir, ¿me comprendes? Lo cierto es que no la comprendía, pero hice un gesto de afirmación con la cabeza. No somos nosotros los que formamos este mundo que nos corrompe a diario, no existe esa colectividad afectiva que parece que nos viene impuesta desde el nacimiento, no somos un conjunto de individuos haciéndonos daño unos a otros, amándonos, ultrajándonos, dolíendonos... ¡No! Ese dolor, o amor, o como quieras llamarlo, es apenas perceptible, se trata de un yo más otro yo más otro yo, "yos" que jamás llegan a formar una unión entendida como un todo casi indivisible. Pensé entonces en sus palabras reiteradas durante tanto tiempo, en las ganas de hacerme creer que la vida era esto, tan frívola, fútil, vana, en el engaño en el que ella misma se dejaba incluir, y tuve ganas de llorar, invisiblemente. Mi yo y tu yo no hacen un nosotros, hacen simplemente dos "yo". Terminó de deglutir el croissant y pidió la cuenta al camarero. Mismo traje de chaqueta negro, misma camisa blanca, misma pajarita negra, misma conversación fugaz. Entonces se levantó, me dio un beso en la frente, con una ternura tan maternal que resultó tan incómoda como natural de ella hacia mi, y se fue. Sólo dijo, por último, Ana, no te sumes, y ya nunca más volvimos a tomar café, ni a compartir conversaciones sobre sus amantes, sobre nuestros ex-maridos. Yo me casé otra vez tres años después, tuve un bebé... Y ahora, que no tengo ya ni matrimonio, ni hijo, ni amiga, ni me tengo a mi, creo que en el fondo lo hice, me sumé, y entiendo por fin que ella tenía razón, que el problema está en la primera persona del plural. 

domingo, 3 de noviembre de 2013

Toc

Emily Dickinson 1830 - 1886
Manos. Grandes, pequeñas, diminutas, descomunales, horrendas, sutiles, preciosas, amorfas, deformes, sexuales, cándidas, ebrias. Miles de manos entre millones de las miles de manos que entran en el abanico de posibles manos que alguna vez rozarán las mías. - ¿Me cobra el café? - Tenga la vuelta, y roce sutil de piel contra piel, de dedos que se presuponen fornidos pero que humedecen los míos, traspasando las babas de una sucia bayeta de cocina industrial. Entonces, pequeña repugnancia. Mi mano izquierda agarrada al mástil del vagón, provocando una balanceo controlado sobre mis pies algo separados para un metro que circula atestado. Sus manos, amarillas, rancias, largas, distintas, frías, con cierto sudor que se percibe por las marcas dejadas en la superficie anaranjada, haciendo que mi imaginación enumere las posibles manos que han hecho lo mismo antes: manos blancas, negras, rojizas, sanas, enfermas, con callos, con heridas, con restos de sangre mortal. Repugnancia en aumento. Y a continuación los pomos de las puertas, perversos y pervertidos por docenas de huellas dactilares que los fornican a diario. He de suponer que la limpieza nocturna pasa también por ellos, busco desesperadamente un bote de gel desinfectante en mi bolso. Compruebo que ando escasa de existencias y realizo una parada mental en la tienda de la esquina, antes de volver a casa. No imagináis el suplicio de manos previas a tal espera. Al fin las nueve, hago rodar la llave en la cerradura, tus dos vueltas dadas desde dentro parecen recitar un poema de Emily Dickinson. Se acercan tus manos a mi cara, las dos, al unísono, sin darme tiempo a cruzar el umbral de la puerta, ni a quitarme la bufanda, ni a soltar el maletín. Y hay olor a berenjenas fritas impregnado tu piel. La marca de un salto de aceite caliente. La gota de agua fría sobre ella. Siento sin embargo pureza. Limpieza. Ausencia de gérmenes. Tus dos palmas de un solo y maravilloso impacto reteniendo mi cara contra la tuya. Y así, el beso que borra mi trastorno obsesivo compulsivo. Y así, Las manos.