viernes, 17 de enero de 2014

17

Mercedes Sosa
Tenía 16 años, rozando los 17, y una brillantez intelectual, sin adelantarse demasiado a lo esperado para su edad, que lograba hacer que cualquier conversación con él resultara cuando menos interesante. Podríais decirme que, si no era tal el exceso de brillo, no sería prudente por mi parte, adulta plena, hablar de él con tanto auge, pero quizás deberíamos tener en cuenta, todos, que era difícil encontrar en esa edad, en este tiempo, alguien como él. Te miraba, desde una posición que denotaba respeto sin llegar a ser obediencia, con ojos que aún no habían perdido el brillo, al contrario, comenzaban a tenerlo de ese modo que nosotros, desde varios años después, sabemos que dura poco, muy poco, el instante justo, no siempre temporal, que va desde la pérdida del miedo irracional a la soledad, a la ganancia del miedo a lo ininteligible. Y dura tan poco aquello, y somos tan niños aún cuando nos sucede… que todo lo que (nos) viene después, cuando parecemos estar listos para ello, no hace más que abofetearnos una y otra vez, provocándonos un llanto lento, suave pero constante, que nos hace desear con todas nuestras fuerzas volver a ese momento, al segundo previo a la llamarada que provoca el brillo. Y él estaba ahí, en ese punto en el que las ganas de desarrollar su mente caminan más rápido que el crecimiento de su cuerpo; hablaba, me hablaba, como quien le habla a un maestro un poco venido a menos, con la conciencia presente de saber que yo estaba más de vuelta de lo que él creía, pero un poco raspada por la vida, sólo un poco, lo suficiente para notar en sus palabras cierta complacencia premeditada. Tenía casi los 17, y el mundo caminaba a sus pies, levitaba él sobre él sin demasiado temor a quemarse con el fuego de lo mundano, rozando con la punta de los dedos un Olimpo que, para mi, queda tan, tan lejano, que verlo en aquellas pupilas me devolvía a mi, un poco, también, a ratos, a los 17. Volver a los 17, después de vivir un siglo, cantaba Mercedes…


jueves, 9 de enero de 2014

Nota(s)

Las notas rápidas del móvil parecían ser una buena salida para ella, cuando en madrugadas de vuelta a casa, sentada en los últimos asientos del autobús urbano que tomaba en el centro, la inspiración repentina se adueñaba de sus pensamientos, sus manos y su acción, copando cualquier otra intención que pudiera proponerse. Mezclen un estado de agonía pasajera, su presencia reiterada, cierto pesimismo connatural a su existencia y algún que otro exceso en el consumo de ginebra, y obtendrán como resultado lo que ella creaba a modo de microcuentos sobre un fondo amarillo aderezado con palabras entrecortadas y signos de puntuación impertinentes. Horas después, en el letargo de un despertar que deseaba durase toda la eternidad, cogía su teléfono, abría la aplicación de aquellas notas, y se encontraba con retazos de su vida mal cosidos en párrafos que lograban definir más que cualquier conversación mantenida antes o después de sus caídas, el escalofrío que recorría todo su cuerpo cada vez que lo veía. A él. Porque todo aquello - hagamos el paseo inverso, y supongamos para ello un elemento contrario en cada una de las proposiciones siguientes-: todo aquel tirarse en la cama a dormitar, quitarse la ropa a tirones, detestar el olor a tabaco impreso en sus manos, el viaje en autobús, las notas, las letras, las palabras, los textos mínimos, el miedo, el frío bajo la parada del 36, el beso que nunca se atreve a robarle, las miradas ocultas desde el otro lado del bar, los sábados, los viernes. Todo aquello era siempre por él, los condicionales, los hipotéticos, los futuros que reflejaban las notas en el teléfono que leía por las mañana, todo, era él. 1. Si hubiese entrado en aquel bar (...) 5. Esa forma de hablar a otras que no soy yo (...) 12. Mi inexistencia en ti (...) Y decía que parecían ser una buena salida para ella, las notas de texto, recuerden, pero el verbo parecer resulta siempre ¡tan laxo! que raras veces logra colmar el destino que parece predecir. Y después de todo, ¿una salida buena de qué?, ¿de él? Si ni siquiera había logrado entrar. Es un hecho, el verbo parecer nunca es lo que parece. ¿No creen?

miércoles, 8 de enero de 2014

Guía.

Guías
La tranquilidad siempre ha sido cosa de presiones. Trabajada y cultivada como las desviaciones. Cuando quieres que un árbol crezca recto, le pones otro de guía, y así, una plantita en principio torcida, se desarrolla con escuadra y cartabón dándole la espalda a sus instintos más salvajes. Así, puede decirse que paso los días. Con escuadra y cartabón, y, supongo que hoy ha reventado la cuerda que me mantenía erguida separándome de mi palo guía, de una rectitud forzada, y quiero gritar y destrozar cosas, tal vez llorar hasta deshacer esta impotencia vital que con minuciosidad me empeño en recoger… 
Hoy no. La cuerda ha cedido a las presiones de lo cotidiano, de su amargura, a los problemas, a las personas. Hay infinidad de cosas que no soporto, reprimidas cuál vómitos inoportunos que producen sepsis colapsando entrañas. entrañas que atadas, hechas amasijos, oscilan, bailan alrededor de unos nudos de emergencia que las mantienen en su sitio. Hoy odio. Odio al padre alcohólico. Odio a la muerte en ciernes. Odio a la madre ausente, a la no ausente que no quiere un nosotras, precisamente por ser nosotras. Odio los agobios que producen los juzgados ¿por qué? Porque no los entiendo. Odio el dejar hacer, dejar pasar. El vuelva usted mañana, mañana porque hay tiempo, mañana. Odio el hoy que no te apremia sonrisas sino pesadumbre por lo que vendrá.  Odio las prisas que no son prisas, su incomprensión. Odio pensar que mis deseos son presiones. Odio pensar que tú no quieres, que no lo quieres como yo.