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Mercedes Sosa |
Tenía 16 años, rozando los 17, y una brillantez intelectual, sin adelantarse demasiado a lo esperado para su edad, que lograba hacer que cualquier conversación con él resultara cuando menos interesante. Podríais decirme que, si no era tal el exceso de brillo, no sería prudente por mi parte, adulta plena, hablar de él con tanto auge, pero quizás deberíamos tener en cuenta, todos, que era difícil encontrar en esa edad, en este tiempo, alguien como él. Te miraba, desde una posición que denotaba respeto sin llegar a ser obediencia, con ojos que aún no habían perdido el brillo, al contrario, comenzaban a tenerlo de ese modo que nosotros, desde varios años después, sabemos que dura poco, muy poco, el instante justo, no siempre temporal, que va desde la pérdida del miedo irracional a la soledad, a la ganancia del miedo a lo ininteligible. Y dura tan poco aquello, y somos tan niños aún cuando nos sucede… que todo lo que (nos) viene después, cuando parecemos estar listos para ello, no hace más que abofetearnos una y otra vez, provocándonos un llanto lento, suave pero constante, que nos hace desear con todas nuestras fuerzas volver a ese momento, al segundo previo a la llamarada que provoca el brillo. Y él estaba ahí, en ese punto en el que las ganas de desarrollar su mente caminan más rápido que el crecimiento de su cuerpo; hablaba, me hablaba, como quien le habla a un maestro un poco venido a menos, con la conciencia presente de saber que yo estaba más de vuelta de lo que él creía, pero un poco raspada por la vida, sólo un poco, lo suficiente para notar en sus palabras cierta complacencia premeditada. Tenía casi los 17, y el mundo caminaba a sus pies, levitaba él sobre él sin demasiado temor a quemarse con el fuego de lo mundano, rozando con la punta de los dedos un Olimpo que, para mi, queda tan, tan lejano, que verlo en aquellas pupilas me devolvía a mi, un poco, también, a ratos, a los 17. Volver a los 17, después de vivir un siglo, cantaba Mercedes…