lunes, 8 de junio de 2015

pretérito perfecto simple

Marcus arrastraba la pesada sensación, desde hacía dos o tres años, de que en algún momento de su trayectoria vital, el reloj se había detenido bruscamente y luego, de manera precipitada, había recorrido minutos y minutos en un transcurrir acelerado de su tempo. No había sucedido nada extraordinario que le hiciera pensar tal cosa, ni tan siquiera un acontecimiento relevante que le pudiera incitar a tales pensamientos, a pesar de ella. Pero era precisamente esa ausencia de excepcionalidad lo que le daba mala espina. ¿Acaso el cambio se había producido sin que él se diera cuenta? La certidumbre de sentirse fuera de lugar en un momento y un tiempo que, sin embargo, le correspondían, se acentuaba cada vez más. Y la losa que portaba sobre sus hombros parecía resbalarse con más ahínco conforme pasaban los días. Una mañana no demasiado calurosa de agosto, mientras daba sorbos al café con leche sin azúcar que desayunaba (primero dos azucarillos, luego sólo uno, más tarde edulcorante, ahora nada), una bofetada de aire cálido, entrando súbitamente por la ventana, lo sacó del aturdimiento. Algo raro lo circundaba. Dejó la taza sobre la mesilla del comedor donde una tostada pálida con aceite de oliva lo aguardaba, y miró alrededor. Nada nuevo, al menos nada nuevo tangible, pero sí una inodora, incolora, insípida sensación. Decidió ir a cerrar la ventana por la que ésta se había colado y, de camino, no pudo evitar mirar su reflejo en el cristal del cuadro que colgaba de la pared a su derecha. Esas zonas lampiñas de su cabeza, esas marcas bordeando su mirada. ¿Sería aquello lo que manifestaba la extraña sensación? Cerró la ventana, aún a riesgo de languidecer en el bochorno de su pequeño piso sin apenas ventilación, y se encaminó al cuarto de baño. Allí, de frente al único espejo de la casa en el que lograba verse medio cuerpo, se quitó la camiseta de andar por casa que llevaba, se recolocó un poco el pelo con los dedos y una desazón se adueñó de él. Treinta y tres recién cumplidos y aún no lograba llegar a fin de mes... Aquellos cabellos que tiempo atrás le daban un aire bohemio y desenfadado, hoy parecían más bien librar una batalla por llegar primeros a rozar su nuca... El poder de persuasión que las cervezas del fin de semana tenían sobre su silueta... ¿Qué, cuándo, cómo y por qué había pasado? Entonces, y de manera excéntricamente descontrolada, a pesar de que se había prohibido hacerlo desde que ella se fue, abrió con decisión el último cajón del mueble del baño. Ese de las cosas que duelen y que jamás quien abandona debería dejar en casa del que es abandonado, precisamente porque duelen, y porque éste, el abandonado, tardará en dejarlas ir, provocando con ello un alargamiento innecesario del abandono. Buscó entre sus cosas, encontró un frasco blanco con letras violetas  que parecía aún intacto, y leyó la leyenda de su tapa: "Crema Regenerante. Aplícala cada mañana en tu piel y olvídate de esa pesada sensación de ojos cansados". Con sus dedos aún perplejos por la función para la que se los requería, tomó un poco de aquel ungüento pegajoso y lo aplicó en todo el contorno de sus ojos, rozando con las yemas cada una de aquellas arrugas que (¡maldita sea!) nunca antes se había percatado que tenía. Después de un par de minutos frente al espejo, con el rastro aún blanquecino de la crema sobre su piel, el sonido de una puerta al cerrarse con rabia en su edificio lo devolvió a la realidad. Se lavó las manos. Se lavó la cara. Cogió una bolsa de plástico. Vació el cajón. Abrió la ventana de la sala de estar. Regresó al sillón y con dos cucharadas colmadas de azúcar, terminó de beber el café gélido que aún reposaba en la mesilla. Marcus arrastraba, hacia el pretérito perfecto simple, una pesada sensación.

martes, 2 de junio de 2015

La soledad y el viandante

Pablo Picasso y Francoise Gilot  (Robert Capa, 1948)
La soledad del viandante, pensó mientras esperaba que el semáforo cambiara su luz roja por una verde, mucho más cálida, veraniega, activa ¡dónde va a parar! Miró disimuladamente a su alrededor a través del cristal de las gafas de sol y encontró un par de miradas esquivas de otros como ella, otros viandantes, que también avanzaban solos. El calor de finales de mayo comenzaba a dejarse notar en los cuerpos circundantes, con mangas de camisa luchando por arremolinarse y pasar los codos, con sandalias impúberes cubriendo lechosos pies. Una suave brisa meció su melena, haciendo que los mechones oscuros de su pelo bailasen sobre sus hombros desnudos. Los apartó con la mano hacia su derecha y los destellos de sol brillaron sobre la piel con reminiscencias de un bronceado anterior. Pensó entonces en aquel verano del año anterior al anterior, en las playas de agua fría, en los juegos bajo la sombrilla con él. Y no pudo, por un momento, diferenciar su presente de su pasado, el suyo, el de él. Quizás fuese la fragancia del perfume del chico que se acababa de parar a su lado lo que intensificó el efecto del sol sobre su espalda, o las ganas de atravesar aquel paso de peatones sin aguardar al cambio del ámbar. Quizás no fuera más que un recuerdo pasajero, un instante de bonita felicidad que se evapora al contacto con el aire de la inevitable rutina. Pero todo pasa, avanza, se detiene un minuto, un momento, tal vez una hora, un año, un siglo, pero al final ocurre, pasa, traspasa el hoy, sea del presente que sea. Y siempre hay un toque, una llamada, un ruido, una lágrima, una gota de sal recorriendo la cubierta del esternón que acaba por caer. Pensó. Y en el hoy, de este mayo, bajo este sol, frente a este paso de peatones, es ese estruendo de coches, gente, voces. Su alrededor. La bocina del último coche que atravesó su mirada la sacó del ensimismamiento y volviendo a pensar en ellos,  en los que eran entonces, lucho por alcanzar con pausa el otro lado de la vía, conteniendo sus deseos de correr entre la soledad del viandante.

viernes, 17 de enero de 2014

17

Mercedes Sosa
Tenía 16 años, rozando los 17, y una brillantez intelectual, sin adelantarse demasiado a lo esperado para su edad, que lograba hacer que cualquier conversación con él resultara cuando menos interesante. Podríais decirme que, si no era tal el exceso de brillo, no sería prudente por mi parte, adulta plena, hablar de él con tanto auge, pero quizás deberíamos tener en cuenta, todos, que era difícil encontrar en esa edad, en este tiempo, alguien como él. Te miraba, desde una posición que denotaba respeto sin llegar a ser obediencia, con ojos que aún no habían perdido el brillo, al contrario, comenzaban a tenerlo de ese modo que nosotros, desde varios años después, sabemos que dura poco, muy poco, el instante justo, no siempre temporal, que va desde la pérdida del miedo irracional a la soledad, a la ganancia del miedo a lo ininteligible. Y dura tan poco aquello, y somos tan niños aún cuando nos sucede… que todo lo que (nos) viene después, cuando parecemos estar listos para ello, no hace más que abofetearnos una y otra vez, provocándonos un llanto lento, suave pero constante, que nos hace desear con todas nuestras fuerzas volver a ese momento, al segundo previo a la llamarada que provoca el brillo. Y él estaba ahí, en ese punto en el que las ganas de desarrollar su mente caminan más rápido que el crecimiento de su cuerpo; hablaba, me hablaba, como quien le habla a un maestro un poco venido a menos, con la conciencia presente de saber que yo estaba más de vuelta de lo que él creía, pero un poco raspada por la vida, sólo un poco, lo suficiente para notar en sus palabras cierta complacencia premeditada. Tenía casi los 17, y el mundo caminaba a sus pies, levitaba él sobre él sin demasiado temor a quemarse con el fuego de lo mundano, rozando con la punta de los dedos un Olimpo que, para mi, queda tan, tan lejano, que verlo en aquellas pupilas me devolvía a mi, un poco, también, a ratos, a los 17. Volver a los 17, después de vivir un siglo, cantaba Mercedes…


jueves, 9 de enero de 2014

Nota(s)

Las notas rápidas del móvil parecían ser una buena salida para ella, cuando en madrugadas de vuelta a casa, sentada en los últimos asientos del autobús urbano que tomaba en el centro, la inspiración repentina se adueñaba de sus pensamientos, sus manos y su acción, copando cualquier otra intención que pudiera proponerse. Mezclen un estado de agonía pasajera, su presencia reiterada, cierto pesimismo connatural a su existencia y algún que otro exceso en el consumo de ginebra, y obtendrán como resultado lo que ella creaba a modo de microcuentos sobre un fondo amarillo aderezado con palabras entrecortadas y signos de puntuación impertinentes. Horas después, en el letargo de un despertar que deseaba durase toda la eternidad, cogía su teléfono, abría la aplicación de aquellas notas, y se encontraba con retazos de su vida mal cosidos en párrafos que lograban definir más que cualquier conversación mantenida antes o después de sus caídas, el escalofrío que recorría todo su cuerpo cada vez que lo veía. A él. Porque todo aquello - hagamos el paseo inverso, y supongamos para ello un elemento contrario en cada una de las proposiciones siguientes-: todo aquel tirarse en la cama a dormitar, quitarse la ropa a tirones, detestar el olor a tabaco impreso en sus manos, el viaje en autobús, las notas, las letras, las palabras, los textos mínimos, el miedo, el frío bajo la parada del 36, el beso que nunca se atreve a robarle, las miradas ocultas desde el otro lado del bar, los sábados, los viernes. Todo aquello era siempre por él, los condicionales, los hipotéticos, los futuros que reflejaban las notas en el teléfono que leía por las mañana, todo, era él. 1. Si hubiese entrado en aquel bar (...) 5. Esa forma de hablar a otras que no soy yo (...) 12. Mi inexistencia en ti (...) Y decía que parecían ser una buena salida para ella, las notas de texto, recuerden, pero el verbo parecer resulta siempre ¡tan laxo! que raras veces logra colmar el destino que parece predecir. Y después de todo, ¿una salida buena de qué?, ¿de él? Si ni siquiera había logrado entrar. Es un hecho, el verbo parecer nunca es lo que parece. ¿No creen?

miércoles, 8 de enero de 2014

Guía.

Guías
La tranquilidad siempre ha sido cosa de presiones. Trabajada y cultivada como las desviaciones. Cuando quieres que un árbol crezca recto, le pones otro de guía, y así, una plantita en principio torcida, se desarrolla con escuadra y cartabón dándole la espalda a sus instintos más salvajes. Así, puede decirse que paso los días. Con escuadra y cartabón, y, supongo que hoy ha reventado la cuerda que me mantenía erguida separándome de mi palo guía, de una rectitud forzada, y quiero gritar y destrozar cosas, tal vez llorar hasta deshacer esta impotencia vital que con minuciosidad me empeño en recoger… 
Hoy no. La cuerda ha cedido a las presiones de lo cotidiano, de su amargura, a los problemas, a las personas. Hay infinidad de cosas que no soporto, reprimidas cuál vómitos inoportunos que producen sepsis colapsando entrañas. entrañas que atadas, hechas amasijos, oscilan, bailan alrededor de unos nudos de emergencia que las mantienen en su sitio. Hoy odio. Odio al padre alcohólico. Odio a la muerte en ciernes. Odio a la madre ausente, a la no ausente que no quiere un nosotras, precisamente por ser nosotras. Odio los agobios que producen los juzgados ¿por qué? Porque no los entiendo. Odio el dejar hacer, dejar pasar. El vuelva usted mañana, mañana porque hay tiempo, mañana. Odio el hoy que no te apremia sonrisas sino pesadumbre por lo que vendrá.  Odio las prisas que no son prisas, su incomprensión. Odio pensar que mis deseos son presiones. Odio pensar que tú no quieres, que no lo quieres como yo.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Rastros de invierno

Yo tenía un texto titulado Huída, unas palabras, unas cuantas frases conexas en un batiburrillo mental de ideas digno de cualquier mercadillo de barrio, de esos que se instalan los miércoles, o los domingos, cuanto entre el fervor de pensionistas asfixiados o niños malcriados, el aire se llena de manoseos turbios, ropa al por menor, perfumes de olor a vieja naftalina en el armario. Y dentro de esa huída había trenes y casas duplicadas, y muchas comas, intercaladas con puntos suspensivos que intentan restarse siempre unos a otros buscando un punto y final que nunca llega. Había un escape, un día cualquiera de un año cualquiera de la vida de cualquiera de vosotros, de la mía, de la tuya, fundamentalmente de la suya. Había limosnas, fronteras, límites y fósiles tratando de tatuar la piel de las manos que teclean, dedo corazón con rápido frenesí, índice envidioso, pulgar amable, afable, colaborador de un anular pocas veces perceptible, meñique tremendamente perezoso. Siguiendo el pasado continuo que marca el verbo haber, tener, el mismo en muchos casos, llegué al momento del ahora, a éste en el que yo os escribo, y repetí había, tenía, había, ¿tengo? Y resultó que no existía tal huída. Perdón, vuelvo a empezar. Resulta que no existe tal huída. ¿Por qué maquillar entonces la sencillez? 

viernes, 13 de diciembre de 2013

Lluvia(s)

Pulsar el botón de pausa de esta vida tuya, como si de una cinta vieja de casete en una destartalada radio de los olvidados noventa se tratara. Y retroceder un poco, sólo un poquito, rebobinar hasta el exacto instante del ayer en el que la lluvia no te dejaba ver apenas por la ventanilla trasera del coche, mientras soñabas con paisajes en los que la bruma era un término desconocido. Volver allí, a ese momento preciso, bajar la ventanilla, sentir el agua sobre la cara, como un bofetón insolente, maleducado, soberbio, delicioso. Dejar que las gotas chisporroteen sobre tus mejillas, que empapen levemente el sillón de un coche que pareciera rodar a solas por una autovía desierta y calma. Canturrear mientras entra la lluvia, entrar y salir del trance una y mil veces, todas las que tu cuerpo consiga determinar como necesarias. Cerrar la ventana. Calor, humedad, frío. Pulsar de nuevo un botón, darle al play. ¿Ves? suena hoy una música lejana, The Smiths… y fuera llueve, y dentro estamos sólo tú y yo, y llueve, y el invierno es frío, y hay hielo, y resbalan, y llueve, y es afuera. ¿Ves?