jueves, 7 de noviembre de 2013

La Marcha

Apretó la maneta del acelerador como un granjero ansioso ordeña reses congestionadas por su propia leche. Con firmeza suave. Con técnica depurada, desoyendo la pasión que la impulsaba a completar el giro de muñeca, haciendo terapia ¿Y si la ceguera la había conducido a ese estado? Cuanto menos caso prestaba a las señales, más virulento e imprevisible tornaba, la invisible curva de las dudas, su descenso a las profundidades del principio de los cambios. Sin embargo, no. No creía en la estupidez humana cuando ese humano era ella. No. No creía que la ceguera pudiera conducirla por caminos que no quisiera recorrer, por los que no pudiese frenar la marcha o simplemente detenerla. Por eso, la motocicleta se deslizaba lentamente. Por eso, la muñeca rotaba andante ignorando La Marcha Húngara que automáticamente se reproducía en su interior a la mínima inseguridad. La quería y quererla la había llevado a aquella situación. De pronto, pensó en su madre. Seguramente ella tuviese la culpa. La había condenado al castigo eterno de los amores raros. Nunca sería la mejor amiga, la compañera de trabajo más estimada, siquiera sería alguien. No sería la mujer por la que nadie, en su sano juicio, perdería los papeles, siquiera los firmara. No contaría. No contaría en la misma medida, ni con la misma intensidad, con la que ella los plasmaba a todos ellos en su partitura vital. Su presencia era un losa de cuatro tiempos, redonda, muda, silencio, y  los silencios siempre fueron preludio de ella, de La Marcha. Siempre la misma marcha. Húngara. Eso la encendía. Otra vez la dichosa melodía. Una nota y otra y otra y otra y otra, hasta llegar al culmen del éxtasis sinfónico ¡Para! ¡Que alguien la pare…! pero La Marcha no se detenía nunca, y  ella, volvía a la moto. Otra vez a controlar la fuerza, nuevamente a bajar el tempo, de nuevo a pensar en ella. Ella, pensando en ella. Redonda. Silenciosa. Sin Marcha.


#Marcha Húngara-Brahms#

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