jueves, 7 de noviembre de 2013

La primera persona del plural

El problema lo tiene la primera persona del plural, me dijo mientras tomaba un pedazo de croissant entre sus dedos índice y pulgar justo antes de llevárselo a la boca. Los cafés que compartíamos solían dar lugar a conversaciones un tanto monopolizadas por ella, que no tenía reparo alguno en destripar lo más manido de su vida, una y otra vez, como queriendo siempre buscar una ayuda para salir de la encrucijada en la que parecía que se convertían sus días de alcohol y euforia pocas veces contenida. Yo, por mi parte, disfrutaba con el deleite de la escucha, al tiempo que gozaba de uno de los mejores cafés de la ciudad. Ella invitaba, y no escatimaba en sus elecciones. Siempre un café con leche y un croissant en el Gran Hotel, a las diez de la mañana de algunos jueves de algunas semanas de todos los meses, dándome tiempo a mi a resolver mis asuntos matutinos y a ella a desperezarse tras una noche que, de costumbre, se suponía tumultuosa. Vivía sola en un gran apartamento, a pocos minutos de nuestro lugar de encuentro, que había heredado de su única tía paterna, junto a una pequeña, católica y rancia fortuna que le permitía dar rienda suelta al estilo de vida que siempre quiso llevar, y materializó, tras desechar un futuro tranquilo junto a su primer marido. Habían pasado de aquello unos diez años, tiempo que coincidía también con la edad de nuestra amistad. En aquella época pasada, yo no era más que una joven inexperta recién licenciada en Derecho y ella, la prima lejana del que después sería mi marido durante los escasos siete meses que tuve la paciencia de soportarle. Quizás fuera por mi carácter etéreo, por el suyo disociado, por mis ganas de empezar a trabajar, o por las suyas de salir del atolladero matrimonial en el que se encontraba, no estoy segura qué fue lo que nos unió más allá del lazo familiar ficticio, pero lo cierto es que a partir del momento en que yo me comprometí a ayudarla legalmente y ella tomó como propia la tarea de hacer que yo entendiera que la vida era esto, nos hicimos amigas. Sí, esto, me repetía aún pasado el tiempo, esto que ves, este frío del invierno, el calor infernal de agosto, el café con leche, la televisión, el divorcio, los celos, la sangre... esto es la vida. Yo asentía, tendiendo a afianzar mi capacidad de análisis silencioso, y ella continuaba con su discurso. No hay mundos externos, ni entes separados de las cosas, ni preguntas tan importantes que no se puedan resolver con una copa de cognac. A mi todo aquello, desde el principio, me resultaba demasiado indiferente, aséptico, falto de corazón, y tras haber terminado la carrera con una nota media que rozaba el sobresaliente, sin haber sin embargo resuelto el problema más interno de mi existencia, no me creía capaz de entrar en aquella consideración tan simple del mundo. Muchos hombres, y alguna mujer después, ella supo vivir al margen del transcurrir de los días en su cara, en su salud, en su dinero, y yo supe trabajar y labrarme una carrera decente y reputada, al menos a nivel local, al margen del transcurrir de mi vida, mis anhelos, mis miedos. 

El problema lo tiene la primera personal del plural, volvío a repetir, tal vez ante la falta de reacción por mi parte, que continuaba imbuida en el movimiento circular de la cucharilla de café en mi taza. ¿A qué te refieres?, pregunté, a la insistencia de pensar en un nosotros que jamás ha debido de existir, ¿me comprendes? Lo cierto es que no la comprendía, pero hice un gesto de afirmación con la cabeza. No somos nosotros los que formamos este mundo que nos corrompe a diario, no existe esa colectividad afectiva que parece que nos viene impuesta desde el nacimiento, no somos un conjunto de individuos haciéndonos daño unos a otros, amándonos, ultrajándonos, dolíendonos... ¡No! Ese dolor, o amor, o como quieras llamarlo, es apenas perceptible, se trata de un yo más otro yo más otro yo, "yos" que jamás llegan a formar una unión entendida como un todo casi indivisible. Pensé entonces en sus palabras reiteradas durante tanto tiempo, en las ganas de hacerme creer que la vida era esto, tan frívola, fútil, vana, en el engaño en el que ella misma se dejaba incluir, y tuve ganas de llorar, invisiblemente. Mi yo y tu yo no hacen un nosotros, hacen simplemente dos "yo". Terminó de deglutir el croissant y pidió la cuenta al camarero. Mismo traje de chaqueta negro, misma camisa blanca, misma pajarita negra, misma conversación fugaz. Entonces se levantó, me dio un beso en la frente, con una ternura tan maternal que resultó tan incómoda como natural de ella hacia mi, y se fue. Sólo dijo, por último, Ana, no te sumes, y ya nunca más volvimos a tomar café, ni a compartir conversaciones sobre sus amantes, sobre nuestros ex-maridos. Yo me casé otra vez tres años después, tuve un bebé... Y ahora, que no tengo ya ni matrimonio, ni hijo, ni amiga, ni me tengo a mi, creo que en el fondo lo hice, me sumé, y entiendo por fin que ella tenía razón, que el problema está en la primera persona del plural. 

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